Como J, yo también vengo de miles de kilómetros, siguiendo la huella de mi viejo, quien hizo el camino inverso hace más de setenta años. Como J, intento aferrarme con talante a los pequeños detalles que te permiten alegrar tus días. Como J y otros, he buscado un camino de oportunidades, pero la vida y supongo mi carácter, ha preferido mostrarme otro sendero, donde valorar las pequeñas cosas te hacen sentir grande.
Por
los caprichos de la vida, no supe lo que es dar todo por un hijo. Pero sí supe
lo que es dar todo por tus padres, aún dejando la comodidad de tu país y el
entorno que te protege, para acudir al rescate de mis viejos. Perdí los
contactos, dejé de usar corbata y acudir a reuniones, no manejé más presupuestos
de cuatro o cinco ceros, pasé de que me llamaran señor a que me digan chaval o
pibe, pero a cambio, me encontré con otro J, que en este caso es de Javier, que
me permitió comprobar que fui capaz de cambiar rotundamente mi destino, pero que
once años después pude ver a mis padres nuevamente estabilizados y proyectando.
Y todo eso lo logramos entre mis padres, mi esposa y yo, sin ningún reproche,
despejando rápidamente las dudas si lo que hacía era lo correcto y sin dudarlo,
aunque sin dudar no signifique sin tener miedo.
Al
principio busqué en vano recuperar al Javier de Buenos Aires. Desde el día que
aterricé en Barajas fui otro, ni mejor ni peor, otro. Y eso me llevó un tiempo
aceptarlo. Aún hoy, suelo buscar a ese Javier en las calles de Pletnzia o de
Bilbao. Y me di cuenta que cuando viene algún amigo a visitarme, lo recupero en
el mismo momento de abrazarlo. Vuelven las sonrisas cómplices, regresa tu
sobrenombre, vuelves a contar una anécdota sin contarla, a que tu interlocutor
haya vivido contigo casi todo lo que uno llama recuerdos. El primero que se fue,
luego de unos días, me vió llorando desconsoladamente. Quizás ese llanto me
permitió asumir que aquel J no estaba perdido, permanecía en las pequeñas cosas
que mi entorno suele recordar en Buenos Aires, cuando hablan de mí en las
reuniones de amigos.
Conocí
mucha gente, conocí tantas maneras de asumir la vida. Pedí ayuda y di varias
manos. Escuché cantos de vida. Hoy escucho a gente que no tiene casi nada, pero
tienen algo que es indispensable. La capacidad de confiar en uno y en agradecer
una vez terminada la charla. Ayer mismo, viernes, conversé con una persona de
Senegal, que acudía a mí en busca de un lugar donde dormir. No lo pude ayudar,
sólo le permití vislumbrar una cama por los siguientes tres días. Me preguntó
por dos cuestiones básicas más y tampoco le pude ayudar. Me dio tanta pena que
le dije lo siento, no pude solucionar ni una sola de tus demandas. El hombre me
dijo: “al menos me has atendido y escuchado”, me agradeció y se marchó con las
mismas incertidumbres con las que había llegado.
Cuando
me invaden las dudas, cuando mi camino no se abre, trato de no bajar los brazos,
siempre encuentro algo que me permite abrigar nuevas esperanzas. Siempre que
recibo una mano u oído amigo, siento que la vida te da miles de regalos. Esa
esencia creo que siempre la tuve, pero ahora el día a día me dio la oportunidad
de valorarlo. Por eso, como J, siempre sueño con la próxima comida con mis
viejos, el siguiente asado con mis amigos, con ir con mi carnet de socio que
todavía pago a ver un partido de River Plate, y con imaginar que algún día
regresaré a Buenos Aires. Mientras tanto, trato de caminar por Bilbao con un
libro bajo el brazo y no perder la oportunidad de decirle a la gente que se
aferre a las pequeñas cosas, porque las supuestas grandes metas son las que te
nublan tu paso por la gran vía.
Javier
Marina
http://deltreceenadelante.blogspot.com.es/
ResponderEliminarGallo! siempre tendremos Luján!
ResponderEliminarNo sé quien serás cuándo no te vemos, pero sos GALLO cuando te tenemos